En Tijuana, la tradición no se pierde: se vive, se canta y se camina.
Desde temprano, cientos de familias comenzaron a llegar a los panteones para honrar a quienes ya no están físicamente, pero que siguen ocupando un espacio gigante en el corazón de los suyos.
Como cada 2 de noviembre, los pasillos del camposanto se pintaron de cempasúchil, veladoras y fotografías que cuentan historias sin necesidad de palabras. La ciudad puede cambiar, las calles pueden moverse, pero esta costumbre de volver con flores y memoria permanece intacta.
Entre tumbas adornadas y altares improvisados, se escuchaban risas mezcladas con nostalgia. Muchas familias llevaron comida, música y hasta bocinas pequeñas para poner la canción favorita del abuelo, de la mamá, del hermano. Porque aquí, en esta frontera dura y acelerada, recordamos a los nuestros como sabemos: con cariño, con convivencia y con comida.
Los panteones registraron movimiento constante durante todo el día. Los vendedores de antojitos hicieron fila junto a quienes ofrecían flores, mientras grupos de músicos rondaban las tumbas para cantar un “Amor Eterno”, un corrido, o incluso una norteña alegre que los propios familiares pedían para “recordarlo como era”.
Lo impresionante no fue la cantidad de gente, sino la energía.
Una energía que mezcla respeto, tristeza, luz y celebración.
Una energía que te recuerda que México es uno de los pocos lugares donde la muerte se honra… viviendo.
En medio de tanta división, tanta prisa y tanta noticia que ensombrece, el Día de Muertos nos vuelve a poner en el mismo lugar: frente a quienes nos hicieron ser quienes somos. Y aunque hay ausencias que duelen y cicatrices que no cierran, este día nos recuerda que el amor no se apaga, ni con el tiempo ni con el silencio.
En Tijuana, la tradición sigue viva.
Viva como la flor naranja.
Viva como las historias que se cuentan alrededor de una tumba.
Viva como la memoria que la gente de esta frontera se niega a dejar morir.