Después del milagro de Emiliano y de ver cómo siguen llegando casos de niñas y niños gravemente enfermos —vidas que literalmente penden de un hilo—, uno se da cuenta de una realidad incómoda: en muchos casos, la medicina se ha vuelto más negocio que vocación.
Sé perfectamente que los médicos estudian más de 10 años, que se sacrifican y que su conocimiento vale. Tienen todo mi respeto. También entiendo que los hospitales cobran cifras altísimas por quirófanos, equipo y operación. Eso es una cosa.
Pero otra muy distinta es que, según me han compartido médicos amigos, el cobro de muchos cirujanos por sus honorarios suele ir de los 150 mil a los 300 mil pesos… sólo por su intervención. Y está bien: lo merecen.
Lo que duele es que, en casos de familias sin recursos, casi nunca haya una excepción. Un descuento. Un gesto humano. Un “yo te ayudo y luego me recupero con quien sí puede pagar o con seguros de gastos médicos mayores”.
No hablo de médicos de adultos. Hablo de quienes tienen en sus manos la vida de un niño.
Y ojo: sí existen médicos con un corazón enorme, y los conozco. Mi compadre Eduardo Torres, urólogo pediatra, ha donado su trabajo en varios casos; a mí me consta, porque apoyó la cirugía de una niña sin cobrar un solo peso.
El cardiólogo infantil Adrián, de Baby Cardio, es otro ejemplo: tanto cree en esto que incluso creó una fundación y ha salvado a decenas de infantes.
Pero también hay muchos otros que simplemente no mueven un dedo si no hay un pago grande de por medio.
Ojalá la vida les ablande el corazón y les despierte ese lado humano que algún día los llevó a elegir esta profesión. La vida, tarde o temprano, siempre pone todo en su lugar.